Realmente si que tenía rostro, pero era cambiante y difuso, confuso a veces y en ocasiones delineado a modo de estratagema intencional o pálida representación. Lo curioso del caso es que a pesar de la ausencia y modificación de su faz, en esencia era siempre la misma. Con su cara lo decía todo, con su cambiante cara era capaz de idiotizar al personal, de asalvajarse y emitir esos chidillitos tan característicos de su ser, liberados cuando alguna leve pero intensa emoción se cruzaba en su abarrotado cerebro. Con su aleatorio facial podía petrificar objetos y sujetos, podía encandilar manadas y alentar a la locura y el desenfreno. Su reino se extendía sobre las pequeñas oscuridades y luminosidades que rondaban su existir y su desistir, su reino era una especie de páramo rural con atribuidas y fantásticas connotaciones que ella misma creaba para resguardarse de todo aquello que no le convenía, o más bien, que no quería que le conviniese. Era muy eclesiástica y fanática, pero de una religión innombrable. La sombra de su reinado no se extendía más allá de la leve forma que su fina figura proyectaba sobre el mundo y sobre los cientos de amantes que rondaban su lecho. Eso también era religioso para ella y para el papel que le había otorgado la historia.
Las sentencias que proclamaba eran de un frialdad abrumadora, y pese a ello, la calidad con la que pronunciaba los enunciados otorgados era sublime y mágica como una aparición noctámbula y estival.
Cierto día me crucé con ella e intercambié un moderado número de palabras con su alteza, y nada me quedó claro, nada excepto que ante semejante blancura de luz era imposible no postrarse.
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